miércoles, 31 de octubre de 2012

José Zorrilla y el carlismo

José Zorrilla, poeta y dramaturgo español del siglo XIX, representación plena del teatro romántico, es sobradamente conocido. Pero pocos saben de la relación de don José con el carlismo. Su padre, José Zorrilla, fue un hombre de inalterables principios, relator de la Real Chancillería y con posterioridad superintendente de policía fue un decidido partidario de la legitimidad española encarnada por SMC Carlos V de Borbón. Por su lealtad fue removido ilegal e injustamente de su cargo y confinado a Lerma (Burgos). Su madre, Nicomedes Moral, fue una piadosa mujer que sufrió abnegadamente la persecución a la familia por sus ideales carlistas.

Tras la derrota de las tropas carlistas en la tercera guerra, los soldados entraron en Francia donde se les distribuyó. Así, internados en los trenes, a mitad de camino entre Orthez y Mont de Marsán se paró el tren para que tomase agua la máquina. Los soldados aprovecharon para descansar las piernas cuando un hombre, bajo de estatura, con bigote y perilla, entre rubio y blanco, acompañado de una señora se puso a gritar: ¡Viva España! ¡Vivan los valientes! Agitando el sombrero, y dando calurosos apretones de manos.

-¿No me conoce ninguno de ustedes?- tornó a preguntarnos.
Contestaron con un signo negativo, y él continuó:

-Soy Pepe Zorilla, autor de Don Juan Tenorio. Bien saben ustedes que no soy carlista, aunque profeso el mayor respeto hacía la dinastía de ustedes. En Vergara, durante la primera guerra carlista, tuve el honor de ser discípulo del señor Conde de Montemolín, que me honró hasta el final de su vida con muchas pruebas de su distinción y afecto. Pero, si no soy carlista, soy el más español de los españoles, y me inspiran tanta admiración como entusiasmo los hijos de mi tierra, que, como ustedes, todo lo sacrifican al ideal.

Es tradición que aún perdura el representar el Don Juan Tenorio de Zorrilla en muchos teatros españoles durante la festividad de Todos los Santos el día 1 de noviembre. Perpetuemos esta tradición, rechazando modas extranjeras y paganas y rezando por los fieles difuntos.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Cuando la injusticia se convierte en ley, la rebelión se convierte en deber: la Boina Roja, símbolo de resistencia

El día 12 de diciembre de 1838 el alcalde de Huesca dictó un bando en el que, reproduciendo el oficio que un día antes le había remitido el jefe político de la provincia, hace saber a los vecinos lo siguiente: 

"He observado la fatal moda que con escándalo se va introduciendo del uso de unas gorras que se denominan boinas y que es el distintivo aprobado por el traidor don Carlos y por el sanguinario Cabrera para los rebeldes que siguen su fatal estandarte; y queriendo que ningún ciudadano de los que comprende la provincia use las divisas con que se marcan los traidores, he acordado la prohibición de expresadas gorras boinas y de cualesquiera otras prendas que los rebeldes dan a sus soldados para distinguirlos de los que militan en las banderas de la patria, bajo el concepto que los que usaren de las referidas boinas serán tratados como facciosos y se procederá a su arresto, formándoseles la correspondiente causa, y la boina será quemada en la plaza de la Constitución" 

(Reproducido de "Las Guerras carlistas en el Alto Aragón", deRamón Guirao Larrañaga, págs. 120/121) 

Acordes prohibidos con gaitas prohibidas ; los tiranos y los opresores siempre actúan igual, pulsa sobre el enlace.

domingo, 14 de octubre de 2012

La Nobleza como servicio, como honor, como vocación

--¿Qué es un noble?--dijo Sancho.

-- Difícil de definir, señor. Eso se siente y no se dice.

-- Es un hombre de corazón --saltaron en el grupo voces por todos lados. Es un hombre que tiene alma para sí y para otros. Son los capaces de castigarse y castigar. Son los que en su conducta han puesto estilo. Son los que no piden libertad sino jerarquía. Son los que se ponen leyes y las cumplen. Son los capaces de obedecer, de refrenarse y de ver. Son los que odian la pringue rebañega. Son los que sienten el honor como la vida. Los que por poseerse pueden darse. Son los que saben cada instante las cosas por las cuales se debe morir. Los capaces de dar cosas que nadie obliga y abstenerse de cosas que nadie prohíbe.

Padre Leonardo Castellani. El Nuevo Gobierno de Sancho

sábado, 13 de octubre de 2012

Cataluña católica, hispánica y foral

Presencia de las Juventudes Tradicionalistas en la concentración frente a la traición separatista

miércoles, 10 de octubre de 2012

Simplemente: España

"El nombre de España, que hoy abusivamente aplicamos al reino unido de Castilla, Aragón y Navarra, es un nombre de región, un nombre geográfico, y Portugal es y será tierra española, aunque permanezca independiente por edades infinitas; es más, aunque Dios la desgaje del territorio peninsular, y la haga andar errante, como a Délos, en medio de las olas. No es posible romper los lazos de la historia y de la raza, no vuelven atrás los hechos ni se altera el curso de la civilización por divisiones políticas (siquiera eternamente), ni por voluntades humanas.

Todavía en este siglo ha dicho Almeida-Garret, el poeta portugués por excelencia. "Españoles somos y de españoles nos debemos preciar cuantos habitamos la península ibérica". España y Portugal es tan absurdo como si dijéramos España y Cataluña. A tal extremo nos han traído los que llaman lengua española al castellano e incurren en otras aberraciones por el estilo."

Marcelino Menéndez Pelayo

jueves, 4 de octubre de 2012

El legitimismo en la esencia del carlismo: Aviso a navegantes

"Bajo el título de tradicionalismo hay mucho turbio y equívoco, hasta el extremo de cobijar los que, si en su día fueron secuaces de la buena Causa, hoy andan perdidos por laberintos de liberalismo.

Sobre todo por haber olvidado que la legitimidad es la garantía del contenido ideal, algo así como el tapón precintado del vino de marca. Ya se sabe: salta el tapón y no hay quien responda del vino. Lo más natural  es que se corrompa. Carlismo, pues, de pura legitimidad, pues sin ella las ideas se corrompen. Por algo el posibilismo, que cierra los ojos a las exigencias de la legitimidad, suele ser el peor enemigo de la Causa"

(Álvaro d' Ors. Revista Montejurra nº22)

“La monarquía, como una esperanza remota, porque antes hará falta un gobierno fuerte, provisional, que reconstruya el país y que establezca una constitución para que pueda venir el rey”. Es decir, que la monarquía no es salvación, sino náufrago al que se ha de salvar. Los salvadores son ellos, un gobierno cualquiera, los más acreditados del demos, una república, el mando de muchos para restablecer la vida pública. Luego, esperanza remota…, cuando ya todo está construido, se pone como remate el adorno de un rey. ¡No sirve para otra cosa! Ese es el rey del régimen democrático constitucional y los que así piensan son revolucionarios hasta la médula aunque no lo sepan"

(Luis Hernando de Larramendi  ‘Cristiandad, Tradición, Realeza’)

"El carlismo tuvo arraigo popular gracias a su legitimismo dinástico, de tal modo que sin este hecho difícilmente hubiera aparecido en la historia española un movimiento político semejante, aunque su principal y más profunda motivación fuera religiosa. Podríamos encontrar semejanzas con otros movimientos antirrevolucionarios como la Vendée, los tiroleses de Austria o los cristeros de México. Pero estos casos, después de haber fracasado su levantamiento militar desaparecen como movimientos políticos. El carlismo, por el contrario, reaparece en la vida política española tras varias derrotas militares y largos períodos de paz en que se afirma que ha perdido toda su virtualidad. Se explica esta diferencia por el hecho de que la defensa de los principios político y religioso está íntimamente unida con la causa dinástica. Por ello Cuadrado puede afirmar que si ésta desapareciera su presencia se refugiaría “en las regiones inofensivas del pensamiento”.

Si se tratara de encontrar el medio para que desapareciera definitivamente el carlismo de la escena política española, habría que seguir aquella política que se propone desde El Conciliador. Hacer que desaparezcan las motivaciones dinásticas y de este modo se habrá conseguido que el carlismo no represente un permanente peligro de desestabilización política”.

(José Mª Alsina Roca. El Tradicionalismo Filosófico en España)



"Tal fue el caso de la tradicional monarquía española, por más que se haya querido ver en su historia una evolución constante y uniforme hacia la desaparición de las libertades y autonomías locales y sociales. Como dijimos, en poco o nada había variado de hecho nuestra organización municipal y gremial desde los primeros Austrias hasta Carlos IV, al paso que, desde la instauración del régimen constitucional, varía el panorama en pocos años hasta resultar hoy casi desconocida para el español medio la antigua autonomía foral y municipal.

La monarquía viene a ser así la condición necesaria de esa restauración social y política. Si todas las sociedades e instituciones que integraban el cuerpo social eran hijas del tiempo y de la tradición, en el tiempo y en la tradición deberán resurgir. Su restauración debe ser, necesariamente, un largo proceso. Para que se realice, se necesita de un poder condicionante que se lo permita y que las encauce y armonice en un orden jurídico. La Monarquía es la única de las instituciones patrias que puede restaurarse por un hecho político, inmediato; y ella es, precisamente, ese poder acondicionador y previo. En frase de Mella,

la primera de las instituciones, que se nutre de la tradición, y el canal por donde corren las demás, que parecen verse en ella coronada"

(Rafael Gambra. La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional)

“Si esto es así, las exigencias de la restauración recorrerían un proceso inverso al que impuso la historia, y esta inversión del proceso parece imponerse en vista de la necesidad de romper, en primer lugar, las estructuras político-financieras de los poderes que dirigen la revolución y que hacen prácticamente imposible la restauración desde abajo. El poder estatal creado por la revolución es tan exclusivo, tan absoluto, que no se puede soñar con restaurar el orden social si no se comienza por poner los resortes de ese poder en las manos encargadas de la misión restauradora”.

(Rubén Calderón Bouchet)

lunes, 1 de octubre de 2012

El capitalismo y el socialismo contra la propiedad. Rafael Gambra y las bases antropológicas de la propiedad humana

La propiedad capitalista comenzó con el liberalismo económico, con el código napoleónico y la división forzosa de patrimonios, con las leyes desvinculadoras, antigremiales y desamortizadoras. Hoy está escrito en las almas, en las costumbres y en las leyes.

Los males y abusos del capitalismo no se eliminan con la socialización de los bienes. Eliminar la propiedad privada es cortar definitivamente las bases económicas de la familia y también de otras muchas instituciones que sirven de contrapoderes al Estado y hacen posible la libertad política. En frase de Hilaire Belloc "tal solución sería como, pretender cortar los horrores de una religión falsa con el ateísmo, o los males de un matrimonio desdichado con el divorcio, o las tristezas de la vida con el suicidio (La Iglesia y la propiedad privada). Entregar toda la riqueza posible a un solo administrador universal supone el definitivo desarraigo del hombre, reduciéndolo a su condición, meramente individual. Supone también romper todo vínculo espiritual con las cosas, que dejarán así de ser horizonte o entorno humano para convertirse sólo en fuente indiferenciada de subsistencia. Paradójicamente el colectivismo potencia hasta su máximo el individualismo, y, a través de un proceso minucioso de masificación, elimina del corazón humano toda relación con el mundo circundante que no sea la codicia, la disconformidad y la envidia.

Era una sentencia corriente entre los liberales del siglo pasado que "los males de la libertad con más libertad se curan". Yo he pensado siempre que son "los males de la propiedad los que con más propiedad se curan". Es decir, restituyendo al ejercicio de la propiedad toda su profundidad y sus implicaciones, el marco de significación y de vinculaciones de que fue privada. Cuando la sociedad no era gobernada por ideólogos y políticos de profesión —antes de la revolución política e industrial—, tanto nuestra civilización como toda otra tendieron a dotar a la propiedad de un cierto carácter sacral y patrimonial que hacían posible esa correlación de deberes y derechos en que consiste la justicia. Cuando a mayores derechos corresponden mayores deberes (y a la inversa), las diferencias inevitables de fortuna o posición social se hacen tolerables y aun respetables, precisamente porque no son puramente diferencias económicas sino estatus, que asocian al disfrute de los bienes implicaciones espirituales de lealtades y de deberes.

Como por sarcasmo, fue en nombre de la libertad como se realizó esa limitación de la propiedad a su aspecto más material y menos humano, es decir, como se la transformó en ese capitalismo contra el que más tarde se rebelaría el socialismo. Se trataba de desvincular al hombre de los lazos históricos que lo ligaban a su pasado, de los mitos y supersticiones ancestrales que condicionaban su comportamiento, de buscar la libre expansión del individuo y la libre expresión de su voluntad. La casa y los campos "que por ningún precio se venderían", las tierras amortizadas por la piadosa donación, los bosques comunales inajenables por considerarse propiedad de generaciones pasadas, presentes y futuras, era cuanto tenía que ser desvinculado o desamortizado para la mejor explotación y para "la riqueza de las naciones".

Este designio de la revolución económica radica en un tremendo error sobre la naturaleza del hombre y de la condición humana. Estriba en concebir al hombre —a cada hombre— como una especie de encapsulamiento que encierra al verdadero individuó, a modo de un núcleo —bueno, racional y feliz por naturaleza— al que hay que liberar de esa cápsula, hecha de tabús y de opresión que lo deforman y esclavizan. Esta idea está escrita a fuego en el espíritu de la Modernidad. Destruir los prejuicios, desenmascarar los tabús, ha sido el imperativo de casi dos siglos de pedagogía y de política.

El primitivo buscó cuevas donde guarecerse: el hombre moderno se empleó en demoler las mansiones que durante milenios albergaron a su civilización sin pensar que en el término del proceso hallaría la intemperie: aquello precisamente que impulsó a sus antepasados a buscar el refugio, con su angosta entrada, con sus paredes y su bóveda, es decir, un ámbito protector habitable, defendible, decorable (...)

El hombre —cada hombre-—no es un núcleo escondido que haya de "liberarse" o ser despertado rompiendo el cerco de maleza que lo rodea, como a la hermosa durmiente del bosque. Si alcanzáramos a aniquilar cuanto un hombre ha creído y ha amado y realizado a lo largo de su vida daríamos, no con el primitivo sano y feliz o con el hombre al fin liberado y "él mismo", sino con el yermo desertizado o con la inmensa ausencia de una decepción sin límites, tal vez con el desaliento de una incapacidad ya de rehacer.

Porque el hombre —cada hombre— consiste en esa serie de lazos que él mismo —-en buena parte-— ha ido creando con las cosas: todo aquello que considera como suyo, sin lo cual su vicia carecería para él mismo de sentido y aparecería a sus ojos como impensable. El hombre no es su pura naturaleza potencial, ni sus disposiciones natales o heredadas, aunque sea también esto. En tanto que hombre individualizado, actual, irrepetible, se forja en una misteriosa relación de sí mismo con cuanto le rodea, dentro de la cual ejerce su capacidad de entrega (o donación) y de apropiación, edificando así su mundo diferenciado y, con él, su personalidad íntima. Hacer libre a un hombre no consiste en desasirle de su propia labor —de su trabajo— sino conseguir que trabaje en lo que ama o que pueda amar aquello que realiza. Hombres libres no son aquellos que flotan indiferentes o desasidos de cuanto les rodea, sino los que alcanzan a vivir un mundo suyo, aunque no trascienda de su vida interior, aunque haya sido logrado en la ascesis y el esfuerzo.

Es de Saint-Exupéry la frase: "no amo al hombre” amo la sed que lo devora". El hombre más dueño de sí y de su mundo, y con mayor personalidad, suele ser también el más ligado y entrañado en ese mundo propio, porque las raíces son en él las más firmes y exigentes; diríamos, en términos hoy habituales, el menos libre. Al paso que el hombre más libre en este último sentido es el más disponible al viento de la vida y de sus propias pasiones; es  decir, el menos capaz de vida interior y de creación, el menos libre en la realidad.

Basta, por lo tanto, con conocer al hombre mismo y a su relación con el mundo circundante para incluir la propiedad privada entre sus más radicales derechos; es decir, para reconocerla como el ámbito de su vivir auto constitutivo. Sin la posibilidad de extender el Yo —y el Super-yo— a las cosas, sin poder hacerlas nuestras y dotarles de un sentido, nunca adquirirá la vida humana su dimensión profunda, ni madurará en sus frutos* ni existirá un motivo para vivirla por muchos medios que se arbitren para facilitarla.

La técnica del "nivel de vida", convertida en soberana y erigida en fin último "social" e individual de una "sociedad de masas", ha dotado al hombre de medios de subsistencia y confort desconocidos por los más afortunados de otras épocas. Pero a la vez, y a un ritmo visiblemente acelerado, le privan de los lazos de compromiso y de apropiación (incorporación a sí mismo) que engendraban para él un mundo propio, diferenciado, y ello hasta desarraigarlo de todo ambiente personalizado y estable, vaciando su vida de sentido humano, de objetivos y de esperanza. M derecho a poseer algo y a serle fiel no figura entre esos "Derechos Humanos" que abren camino al universo socialista.

En rigor, es la Ciudad creada por el fervor a sus símbolos y a sus dioses lo que sostiene al hombre que vive en su seno, y lo preserva del hastío y de la corrupción; porque entre hombre y Ciudad se establece una misteriosa tensión por cuya virtud la corrupción, cuando sobreviene, no está tanto en los individuos como en el imperio que los alberga. Cuando viven en la lealtad y el fervor, hasta sus mismas pasiones los engrandecen; cuando, en cambio, viven juntos para sólo servirse a sí mismos, sus propias virtudes aprovechan a la pereza y al odio mutuo.

Porque la Ciudad sostenida por el fervor engendra para el hombre dos elementos necesarios a su sano vivir: de una parte, el sentido de las cosas, que libra al hombre de caer en la incoherencia de un mundo sin límites ni estructuras; de otra, la maduración del vivir, por cuya virtud la obra que el hombre realiza paga por la vida que le ha quitado, y el mismo conjunto de la vida, por ser constructivo, paga ante su eternidad. Ello libra al hombre del hastío de un correr infecundo de sus años y le concilia con su propio morir.

Como ha escrito Salvador Minguijón, "el localismo cultural, impregnado de tradición y fundado sobre la difusión de la pequeña propiedad, sostiene una permanencia vigorosa frente a la anarquía mental que dispersa a las almas. Los hombres pegados al terruño, aunque no sepan leer, disponen de una cultura que es como una condensación del buen sentido elaborada por siglos, cultura muy superior a la semicultura que destruye él instinto sin sustituirlo por una conciencia (...). La estabilidad de las vidas humanas crea el arraigo, que engendrará nobles y dulces sentimientos y sanas costumbres. Estas cristalizan en saludables instituciones que, a su vez, conservan y afianzan las buenas costumbres. No es otra la esencia doctrinal del tradicionalismo".

Rafael Gambra. La propiedad bases antropológicas (revista Verbo), Pulsa para leer el texto completo